martes, 3 de diciembre de 2013

Y entonces se dio cuenta de que la vida no era eso.

 No era sobrevivir al día a día y dejarse arrullar por las horas. No era mirar el mundo desde el refugio que había creado ni caminar de puntillas por miedo a caer. No era cerrar los ojos y sentirse vacío. No era nada de eso. La vida era caer y caer y caer y levantarse si dudarlo ni una sola vez, ir paso a paso, sin prisa pero sin dejar de avanzar. Era conservar a aquellos que quieran abrazarse a ti, que te abriguen las noches de invierno y te hagan sentir en casa aunque estés a kilómetros de ella. Es despertar cuando quieres y hacer las cosas que necesitas hacer por ti. Es dejar de preocuparte de todos los demás, de sus opiniones y sus puntos de vista, es darle la espalda a toda esa gente que te la dio a ti. La vida era algo así como reescribir cada día las normas y a las horas saltárselas todas, es sentirse libre para hacer cualquier cosa, pensar cualquier cosa o sentir cualquier cosa. Es saber quién eres y seguir adelante con ello. Es asumir tus errores y aprender de ellos. Es aprender algo de todos los que te rodeen y gritar tan alto que te quedes sin voz por una cantidad indefinida de días. La vida era aquello que antes se le escapaba entre los dedos. Aquello cuyo umbral había cruzado.

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