domingo, 16 de febrero de 2014

Vértigo .

Que si la lluvia devora tu sueño no tengas miedo de resbalar y perder, porque no hay nada más bonito que rompernos con la distancia de por medio y los silencios perdidos de aquel que te tuvo entre sus manos, frágil, y no te quiso dejar caer.

"Tú me guías, que yo te sigo".

Que no me sale la voz si las noches se me hacen largas y los días pesados, y destrozan mis horas, y me dejo desquiciar por el sonido de Pereza en la radio y mis pies descalzos enredados entre otros tejados. Que el frío me acusa de culpable porque ya no le hablo, ya no le aviso.

Ya no necesito sus abrazos en invierno.

Me he cansado tantas veces de perder la cuenta de aquellos que dicen estar y luego se escurren a contratiempo, que refugian sus miedos en cajas vacías que guardan con recelo bajo sus camas. Me he perdido mirando cómo se ponía el sol en las ventanas de todos esos trenes que he cogido, y me he escondido en la curva de cada sonrisa que las calles ponían, en cualquier sentido, por mi camino.

He dejado libros entreabiertos a la espera de respuestas que no llegaron, porque tenía las preguntas equivocadas.

Me he clavado en los huesos que la brisa del mar tanto ha apretado, he dado vueltas sobre mí misma para poner en orden todo eso que se esfumaba como un suspiro en mi cabeza. He caminado tanto sobre un mismo suelo que cualquier día mis tobillos se niegan a bailar desfilando sobre la alfombra carmesí. Y he acabado por descubrir que, al final del recorrido de mis pasos no quedaba más que el eco de lo que ya había cambiado.

Y sólo quedaba yo para encontrarme con quién era sin miedo al viaje que todavía me queda.




miércoles, 5 de febrero de 2014

Estaría allí.

Él dejaba notas en todas partes. En todas. Escribía frenéticamente, sobre servilletas en los bares en los cuales ahogaba su nombre, en las hojas de los árboles en los parques, incluso en las cuatro paredes entre las que dormía cada noche. Se levantaba al alba, se acostaba con el atardecer. Bebía café sólo para anestesiar esos pinchazos que a veces sentía por dentro. Y seguía escribiendo. Y dejaba lo escrito en el lugar en el que había puesto el último punto. Y caminaba por las calles dejándose llevar por el ritmo interior de esas viejas canciones que le consumían el alma hasta el punto de no saber guiarse si en la brújula no estaba su nombre. El de ella, que tanto le faltaba. La gente le veía, en todos esos lugares. Como un loco fotografiando con sus ojos el color del cielo cada tarde de marzo. Y siguió escribiendo, en su amor por las letras, por su sonido, por su sentido. Tanto, como a él le faltaba. Decía que la acabaría encontrando. Al cruzar la calle, estaría allí. En la estación del tren, con una maleta de mano, estaría allí. Estaría leyendo esas cartas sin sello ni fecha. Porque valían para todos los días. Estaría allí, o en cualquier otra parte. Pero estaría. Con una sonrisa de esas que no fingían la soledad y quitaban años de encima a cualquiera que la recibiese. De esas que se habían extinguido con el tiempo y se refugiaban en sudaderas y zapatillas. Que raspaban el asfalto porque su música estaba más alta que la realidad. Ella estaría allí y leería lo que escribía una y otra vez. Quédate. Y si se tenía que quedar, se quedaría.