miércoles, 5 de febrero de 2014

Estaría allí.

Él dejaba notas en todas partes. En todas. Escribía frenéticamente, sobre servilletas en los bares en los cuales ahogaba su nombre, en las hojas de los árboles en los parques, incluso en las cuatro paredes entre las que dormía cada noche. Se levantaba al alba, se acostaba con el atardecer. Bebía café sólo para anestesiar esos pinchazos que a veces sentía por dentro. Y seguía escribiendo. Y dejaba lo escrito en el lugar en el que había puesto el último punto. Y caminaba por las calles dejándose llevar por el ritmo interior de esas viejas canciones que le consumían el alma hasta el punto de no saber guiarse si en la brújula no estaba su nombre. El de ella, que tanto le faltaba. La gente le veía, en todos esos lugares. Como un loco fotografiando con sus ojos el color del cielo cada tarde de marzo. Y siguió escribiendo, en su amor por las letras, por su sonido, por su sentido. Tanto, como a él le faltaba. Decía que la acabaría encontrando. Al cruzar la calle, estaría allí. En la estación del tren, con una maleta de mano, estaría allí. Estaría leyendo esas cartas sin sello ni fecha. Porque valían para todos los días. Estaría allí, o en cualquier otra parte. Pero estaría. Con una sonrisa de esas que no fingían la soledad y quitaban años de encima a cualquiera que la recibiese. De esas que se habían extinguido con el tiempo y se refugiaban en sudaderas y zapatillas. Que raspaban el asfalto porque su música estaba más alta que la realidad. Ella estaría allí y leería lo que escribía una y otra vez. Quédate. Y si se tenía que quedar, se quedaría.

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