lunes, 13 de octubre de 2014

Contigo.

Se iba a volver loco. Era más que una certeza, una incertidumbre que se ceñía sobre la sombra de sus caderas, rompiendo su cordura un poco más a cada paso, mientras cerraba los ojos a la verdad. Se iba a volver loco. De atar. Pero por ella. Ella. Ella que no tenía nombre, ni apellidos, ni una sola mancha impresa en su piel de purpurina, de andares rápidos y sonrisa nostálgica, de suspiros largos y días cortos. Loco. L. O. C.O. Perdido en la comisura de sus labios y atado de manos y pies en cuanto a lo que su risa se refería. Esa risa de niña traviesa que rompía sus esquemas, partiéndolos por la mitad, desgarrándolos, arañando sus palabras casi con el mismo cariño con el que arañaba su espalda en noches frías. Qué delirio no saber su dirección, ni su teléfono ni el número de escalones que subía cada mañana cuando decía adiós sin dedicarle una última mirada. Amor de idiotas. De tirarse a la piscina, sin saber qué está vacía, sin saber qué de sueños también se sentiría, sin saber que a veces, más es menos. Y ella es más. Y más de lo que nadie había dicho por escrito que jurar con una x sobre el pecho está maldito. Y yo juraba, que de esa voz nadie más que yo había vivido. Y ella lo sabía. Ah claro que lo sabía. Sabía de sobra mi pulso, y su tacto de serpiente, y el veneno que me hería si ella sonreía, y todo eso de que los mapas están mal colocados. Que ella sabía perderse con ellos, y encontrarse sin brújula, ni estrella polar, ni avenidas ni historias. Que sabía de cuentos, y de datos estúpidos, de significados ocultos, y de secretos empañados. Sabía de ti y de mí, y de lo que nadie veía. Y nos veía, cruzando al otro lado de la vía, con los reencuentros desesperados y el quedarse sin palabras, con las disculpas, los motivos y ni una sola razón para no poner en juego todo lo que quedaba dentro. Me iba a volver loco, con sus sentidos, y sus finales, con sus mentiras, y sus verdades. Loco. Perdona, pero amor, yo no lo decido. A dónde digas, yo voy contigo.

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