domingo, 27 de julio de 2014

Soy igual desde el principio y hasta el final.

A veces me da por eso de caminar por las aceras despacio, de salir de casa sin paraguas cuando llueve, de andar descalza por otros tejados. Me da por cambiar de calle si intuyo que mis pasos no me llevan por buen camino, y de dejar que me tachen de seria. Porque, al fin y al cabo, mi problema siempre ha sido el tomarme la vida demasiado en serio. He sido de esas que nunca han fallado, que han aguantado los golpes y que no se dejan querer porque, al final, nadie tiene un buen sinónimo para mi descripción de ello. He sonreído a los días que pasaban, y he negado que dejarse llevar suena demasiado bien. He dejado las cosas pasar. He mentido poco y he hablado demasiado, cuando, al parecer, en esta vida esto ha de ir al contrario. Puedo ser cruel, y de ello, me he quedado atascada en el fiel, en el no saber sacarme de la cabeza al desfile de personas que me han sujetado cuando el suelo temblaba. Que la música suene más alto que tus pensamientos, me han dicho muchas veces. Pero me gusta más pensar que los problemas se deshacen si los haces frente, algo que, todavía, estoy aprendiendo. Sé que me quedan muchas cosas por hacer, pero me quedo con el aprender algo de cada momento, y mientras que otros se quedan en instantes determinados, ya le he cogido el gustillo a eso de pasar las páginas de cien en cien. Soy muy de echar las culpas y no asumir las mías, de darlo todo y no esperar nada. Y, decepcionarme, si nada es lo que queda. Me gusta pensar que no soy de un tipo predeterminado. Que cambio según los ojos y mi actitud. La cual debería cambiar más a menudo de lo que pienso. De decir las cosas con miradas, de tener tantas palabras pero, muchas veces, quedarme sin ellas. De no querer mirar atrás, pero retroceder para recordarme a mí misma cómo debo ser. Y es que a veces me da por eso de no dormir y no pensar a la vez, de hojear los silencios y clavar sonrisas que queman casi tanto como el hielo. De no dejar de ser.

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