lunes, 13 de enero de 2014

No hay nadie como tú, amor.

A mí el amor me ahogaba. Era una sensación que había sentido desde que era niña, esa angustia infernal que retorcía mis entrañas cada vez que esos estúpidos corazones cruzaban el aire. Pero eso cambió aquel día en el que sus ojos ambarinos sirvieron café a mi noche. Y empecé a vivir, emborrachada de la idea de estar enamorada. Locamente perdida en el concepto de unos pies fríos rozando los míos al despertarme, o del estirón que la manta sufría cada vez que llegaba el frío y nos refugiábamos bajo ella sentados en el sofá. Amor de idiotas, de memorizar la forma de su boca y perderme en las comisuras de cada sonrisa tímida. Enamorada. Enferma hasta temblar de la ausencia de sus brazos, de los días descafeinados en los que su voz se escondía fuera de aquel viejo taller que yo quería a morir. No hay nadie como tú. Nosotros, adictos a la manera de correr por las calles y saludarnos de acera en acera riendo como chiquillos. Perdida en el sentido de que el hueco de otras manos fuese para unirlas a las mías. Nunca había conocido a nadie como tú, que hiciese de los caminos mapas, y de los sonetos suspiros, que mezclase un lo siento con cada "pero te quiero". Que me hiciese estremecer hasta quedarme sin sensaciones, que me hiciese unir los sueños a montones. Cada uno se mata como quiere, y yo, mi amor, yo contigo hasta perder el sentido.

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